Daniel Loewe: El Hombre del Bosque

Proyecto seleccionado Premio ZAMPA 2022

 

Mauro Alonso Novak nace en 1925 en Lima (Perú). Es el pequeño de dos hermanos, hijo de madre polaca de nombre Elen Novak, y padre español, Guillermo Alonso Prieto.

A la edad de tres años su madre muere de una rara enfermedad del estómago y su padre decide partir. Embarca con sus hijos en el “Buenos Aires”, un viejo barco de vapor, rumbo a España.

Durante la larga travesía, el capitán del barco bautiza a Mauro. Un mes y medio después se instalan en Bilbao, ciudad natal de su padre. Mauro y su hermano mayor, Guillermo, se integran rápidamente a su nuevo hogar. Viven en la Plaza Urizar y van a las Escuelas de Camacho. Cerca hay frontón donde empiezan a jugar a pelota vasca. En el barrio, habían varias bandas: Los Cavernícolas, Los Leales, Los Republicanos etc., pero por encima de todos estaba Roberto, El Rey del Barrio. Roberto robaba las bicicletas de los trabajadores de los Altos Hornos de Baracaldo y las regalaba a los niños necesitados del barrio.

Los días de fiesta iban al cine a ver películas rusas permitidas por La República. Unos años más tarde su padre cae enfermo y muere al poco tiempo. Los dos hermanos ingresan en un orfanato de la ciudad hasta que estalla la guerra civil española, y tras negarse a refugiarse en Francia son trasladados a un orfanato en Valencia. Allí pasan la guerra como pueden, sorteando los intensos bombardeos desde el mar y el aire y comen básicamente arroz y algarrobas para sobrevivir.

© Daniel Loewe

Al finalizar la guerra en 1939, y acogiéndose a la ley de acercamiento familiar que permitió Franco, Mauro y su hermano mayor suben a un tren para desplazarse a Medina del Campo, en la provincia vallisoletana, donde su tío regenta una explotación agraria. Allí su tío mandó a su hermano mayor a aprender inglés a la ciudad y a Mauro lo deja encargado de los cerdos, relegándolo a vivir en las pocilgas. Empieza una mala época para Mauro pues la dureza del trabajo unido a las heladas y el intenso frio que sufre viviendo en los establos le obligan a buscarse un futuro mejor.

Mauro, siendo ya un adolescente, se enrola en una cuadrilla para trabajar construyendo presas y pantanos para el régimen franquista. Durante unos años vive en barracones improvisados en zonas de montaña construyendo los recursos hídricos españoles actuales. Finalmente lo destinan a la Cataluña rural, donde participa en dos grandes obras. Unos meses después decide instalarse en Barcelona. En la capital catalana, en plena época de postguerra, empieza a trabajar como repartidor de carbón hasta enfermar de silicosis. Entonces el jefe de la carbonera lo manda a la montaña del Tibidabo a buscar leña pues el carbón se acaba y la ciudad demanda combustible. Fue entonces cuando Mauro, un hombre de campo, se enamora de la Sierra de Collserola. Años más tarde empieza a trabajar como estibador en el puerto de Barcelona, donde carga las bodegas de los barcos de productos básicos con destino a las Islas Baleares. Mauro vive en una pensión de la calle del Este del Barrio Chino durante años. En 1976, sin haber tenido nunca un contrato de trabajo, ni cotización alguna a la seguridad social, es despedido de su trabajo en el puerto para ser sustituido por estibadores más jóvenes y fuertes.

Mauro empieza entonces a trabajar de bedel nocturno de la pensión para poder pagar así su estancia. Dos años más tarde, harto de los grises (Policía Armada), ladrones y prostitutas, decide coger sus pocas pertenencias, algo de ropa y una manta, para irse a vivir a la montaña del Tibidabo. Al principio duerme al raso pero poco después encuentra una ermita abandonada y se instala allí. Unos días más tarde conoce a un colega que está en su misma situación y lo acoge en su nuevo hogar. Tienen una buena relación en general pero, en ocasiones, su nuevo compañero bebe demasiado. Con el paso de los meses la relación se va estropeando debido al alcohol. Una fría noche mientras Mauro duerme, su compañero, borracho perdido, decide encender una hoguera dentro de la ermita, y cae dormido. Una hora después y con dificultades para respirar, Mauro se despierta y se da cuenta que la ermita está en llamas. Sin pensarlo dos veces, agarra a su compañero por los brazos y lo arrastra hacia el exterior, éste permanece dormido, o mejor dicho maltrecho por los síntomas del alcohol. Mauro le salva la vida, pero pierde su nuevo hogar. Tras esperar a que se recupere, Mauro vuelve a coger sus bártulos y empieza de nuevo la búsqueda de un nuevo lugar para vivir.

El tiempo ya es frío, el invierno se le tira encima, y debe encontrar un buen lugar donde poderse cobijar. Los primeros días los vuelve a pasar al raso, hasta que una desapacible mañana, mientras camina para entrar en calor, encuentra la boca de una pequeña mina abandonada, en la cara este de la montaña, es decir en la cara soleada. La entrada a la mina está escondida tras unos matorrales, parece perfecta para él. Mauro entonces decide entrar y acomodarse en su nueva estancia.

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Como suele suceder en otoño en Barcelona, empezó a llover y no paró en toda la semana. El agua entraba a raudales en la mina, y el frío y la humedad empiezan a hacer mella en Mauro. Pero sigue lloviendo y no le queda otra alternativa que esperar. Aquella noche, mientras dormía envuelto en mantas y cartones, una escolopendra le pica en la pierna. Mauro pasaría un par de días con un tremendo hinchazón en la pierna y fiebre alta que le impediría partir de nuevo en busca de un lugar mejor. Tras recuperarse y coger fuerzas, Mauro emprende la búsqueda de nuevo. Por varias semana, deambula por las colinas del norte de la ciudad de Barcelona. Duerme bajo los árboles y camina en busca de un nuevo hogar durante el día. Una vieja casa en ruinas, próxima a la señorial Avenida Tibidabo le pareció idónea.

Se instala allí, en la planta baja, pues duda de la estabilidad de las escaleras de acceso al piso superior.

A la mañana siguiente, se despierta con el gorjeo de unas palomas. Al salir de la casucha se encuentra con un grupo de hombres que merodean el lugar. Estos le cuentan que guardan allí, en la segunda planta, sus palomas mensajeras. Pertenecen a un club de colombofilia del barrio de la Vall d’Hebron. Estos le permiten vivir allí y lo dejan al cuidado de sus palomas. Mauro pasa allí los siguientes meses, donde de vez en cuando, los “palomeros”, así los llama, le dan una pequeña propina.

Un día, tras regresar del barrio de Sant Gervasi de comprar algo de comida, se encuentra algunos de sus caseros disparando a unas botellas con sus pistolas. Mauro traumatizado por la guerra de su infancia, decide abandonar aquel lugar sin dar ningún tipo de explicación. El bosque vuelve a acogerlo de nuevo. Días después, bajando por un estrecho sendero hacia la ciudad, se cruzó con un chico cargado con dos grandes garrafas de agua. Mauro le echo una mano y caminaron juntos charlando hasta llegar a un pequeño valle en la falda de la montaña, por el que pasa un riachuelo, y a lo lejos un prado verde con tres o cuatro chabolas y un fantástico huerto. El lugar perfecto para establecerse. Mauro no duda y construye una pequeña cabaña de madera, improvisada con restos de pales y troncos y ramas de árboles caídos. Mauro vivirá en aquel fantástico lugar, compartiendo sus vivencias con aquella agradable comunidad de vecinos y comiendo de los frutos de un pequeño huerto que trabajaba rigurosamente, durante los siguientes 12 años.

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Una húmeda y calurosa mañana de agosto de 1990, al salir de su cabaña, Mauro vio a lo lejos una delegación de señores trajeados acompañados de un grupo de obreros paseando lentamente y conversando. Mauro no se atrevió a preguntar que hacían por allí.

Semanas más tarde, también de mañana, se presentaron unas enormes retroexcavadoras y unos cuantos señores bien vestidos que visitaron chabola por chabola hasta llegar a la cabaña, la última. Allí, en la entrada les estaba esperando Mauro. Aquellos señores le explicaron que esa zona del Parque Natural de Collserola había sido recalificada y que además de construir la Ronda de Dalt, cinturón de circunvalación de Barcelona que se construiría para los Juegos Olímpicos del 92, se iba a construir también una urbanización de lujo incluso por encima de la gran obra pública. Eso quería decir que Mauro debía marcharse de aquel lugar, y además seria el único que no recibiría ninguna compensación económica, pues su cabaña no se consideraba vivienda, no tenia ni ladrillos ni cemento. El resto de sus vecinos recibieron 1 millón de pesetas para buscarse otra vivienda, a Mauro no, y aquel mismo día tiraron su cabaña abajo. Durante el mes siguiente, Mauro se dedicó a subir los restos de su cabaña montaña arriba, a un lugar donde vivir tranquilo. Un lugar cercano al Observatorio Fabra, un observatorio astronómico construido en 1904 en lo alto de una pequeña cima muy cercana a la cota máxima del Tibidabo.

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Cerca, un poco por encima, pasa la carretera sin salida, y poco transitada, de acceso al observatorio. Equipada con bocas de incendios y pequeños farolillos, perfecta para acceder a la zona. El lugar es llamado “El Cedral” en honor a la especie de árbol que la cubre. Un lugar ideal: cara soleada de la montaña, protegida por grandes Cedros, fuertes y a la vez elásticos perfectos para protegerse del viento y la nieve. Pero tiene un inconveniente, el lugar tiene una fuerte pendiente lo que complica el establecerse allí.

Aun es verano y se puede dormir al raso, pero Mauro deberá apresurarse en construir su nueva cabaña antes de que lleguen las primeras lluvias de otoño. Lo primero es cavar una extensa terraza en aquel desnivel para poder construir en plano. Mauro se puso a cavar con ilusión en su nuevo hogar. Días más tarde, desgastado por el duro trabajo, se dio cuenta que llegados a una profundidad determinada el suelo se endurecía notablemente. Entonces decidió que la haría larga en vez de ancha, y tres pequeñas cabañas en vez de una grande. La primera en un extremo, la zona más protegida, pero a la vez más oscura, la cabaña dormitorio, la más urgente e importante. La segunda, a mitad del terreno ganado a la pendiente, en un lugar más luminoso la cocina-despensa. Por último construyo en el otro extremo, el más despejado y soleado, una sala de estar. Un lugar agradable donde leer y escuchar la radio durante el día, y ver las estrellas y soñar con historias de astronautas durante la noche. Tras el primer viaje a la luna de los americanos, Mauro se apasionó por la conquista del espacio y empezó a leer sobre las galaxias y a observar estrellas y planetas más cercanos a la tierra.

Su reciente afición a la astronomía, su ubicación y su simpatía, y quizá algo de fortuna, le llevaron a conocer al astrónomo encargado del observatorio. Una mañana soleada Mauro aprovechó para tender las sábanas recién lavadas con agua de lluvia calentada al sol en un gran bidón metálico que tapaba para aumentar la temperatura del agua. Después de escurrirlas, las batió ligeramente al viento y las tendió al sol. La casualidad fue que el astrónomo, en una pausa de su trabajo de limpieza del telescopio, cuando disfrutaba de una taza de café con leche mientras observaba la naturaleza desde la ventana, vio unas extrañas manchas blancas que se movían tras los árboles.

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El científico, movido por su sed insaciable de conocimiento, salió rápidamente del observatorio hacia aquel lugar para averiguar que era aquello, que se movía, pero no se desplazaba. Subió por la carretera del observatorio hasta llegar a un camino o corta-fuegos por donde pasa el tendido eléctrico que baja pronunciado a mano izquierda, directo a casa de Mauro. Se encuentra con él cara a cara. Al principio enmudecieron los dos, pero segundos después se presentaron amablemente. El astrónomo miraba asombrado, hace unos meses allí no había nada. Era un pequeño grupo de cedros, rodeados de pinos y situado en una empinada ladera de la montaña. Un lugar prácticamente inaccesible, y ahora, una pequeña comunidad de cabañas sorteaban la pendiente en una alargada terraza. Mauro le explicó el por qué de todo aquello y conversaron durante horas. Le contó que el lugar no era una casualidad. Un cedral por su protección. La pendiente del terreno y la lejanía de la ciudad lo hacía insólito. Y bosque, porque era lo único que le quedaba. Luego hablaron de arquitectura, gran afición del astrónomo y nueva ocupación de Mauro, pues estaba terminando su gran obra. Este le explicó que cimentó con una capa gruesa de grava, que había hecho él mismo, picando pizarra con un gran mazo. Luego clavó en el suelo cuatro grandes trozos de palos del tendido eléctrico, posicionados en vertical, a modo de pilares. Su experiencia anterior le había hecho aprender, que si utiliza maderas tratadas para no ser atacadas por los bichos, la construcción resiste mucho mejor en medio del bosque. Luego colocó unos grandes tableros de madera como techo y estos cubiertos por una finas láminas de aluminio, encima una capa de tela plástica y finalmente todo tapado con ramas y pinaza a modo de aislamiento térmico e integración en el medio. El científico quedó impresionado por la ejecución de aquel proyecto.

Pocos días después el astrónomo invitó a Mauro al observatorio. Era una clara noche, y le pudo enseñar algunas de las maravillas de la Vía Láctea con un potente telescopio. Mauro quedó fascinado por todo aquello. Había nacido una buena amistad con su vecino más próximo.

Mauro por fin acabó las tres cabañas, antes de que llegasen las lluvias y el frío. Su siguiente reto era conseguir agua potable. El sabía de una fuente, la de Can Borní, el problema es que no estaba cerca y el recorrido se hacía muy duro con el agua a cuestas. Mauro cogía de allí sólo el agua para beber y cocinar, el resto la recogía de la lluvia. La comida era más complicada de conseguir. A menudo bajaba a Barcelona a pedir comida en los comedores sociales o en las parroquias. Pero allí normalmente le daban comida cocinada, que no puedes conservar, y significaba ir a la ciudad a diario. Un tiempo después Mauro oyó que Cruz Roja y Caritas Diocesanas repartían arroz, harina, legumbres y alimentos en conserva a la gente necesitada y se puso en contacto con ellos. Fue así como se independizó de la ciudad pues dichas organizaciones repartían los alimentos, productos de higiene y alguna manta, a domicilio mediante voluntarios. Mauro condimentaba sus guisos con plantas, setas y frutas que recolectaba en el bosque. Ajos porros, espárragos trigueros, diente de león, ortigas, romero, tomillo, orégano, higos, ciruelas silvestres y algunas setas conocidas y sin riesgo de intoxicación podía encontrarlos con facilidad dependiendo de la época del año.

© Daniel Loewe

Al principio Mauro encendía fuego para cocinar, pero enseguida se dio cuenta del riesgo que tenia hacerlo en bosque, sobre todo los días de viento. Con los pocos ahorros que tenía se compró un Camping Gas con una pequeña botella de propano que tenía que rellenar una vez al mes. Aprovechando la visita a la ciudad, compraba, en un mercadillo de cosas usadas, alguna vieja novela del oeste, a poder ser de su autor favorito, de Zane Grey. Durante aquel invierno fue aislando y perfeccionando sus cabañas para luchar contra el frio y la humedad. Forró las paredes interiores del dormitorio con mantas viejas y cartones y se hizo unas ventanas con unos cristales que había encontrado. Así durante el día entraba el sol por las ventanas generando calor y secando la humedad de la noche, consiguiendo así iluminar las estancias para poder leer, cocinar o cualquier otra cosa. Cuando llegaba el verano retiraba las ventanas para que corriera el aire y estar más fresco. En un agujero cavado en el suelo hizo una fresquera para conservar alimentos frescos durante algunos días.

Un día de primavera, cuando hacía camino hacia Barcelona, y antes de pasar por la Escuela Judicial de Barcelona, en una casa siempre vacía hasta ahora, se encontró con una cuadrilla de bomberos. Estos estaban abriendo y adecentando la estación que hacía de retén en verano, pensada para evitar los fuegos forestales. Mauro, enseguida, entabló conversación con ellos. Uno de ellos, el más joven, le preguntó si hacía fuego para cocinar. Mauro le dijo que no y le explicó que tenía un Camping Gas, y que además tenía un bidón de unos 500l lleno de agua por precaución. El joven entonces le preguntó de dónde sacaba el agua. Mauro le contó que la recogía de la lluvia para ducharse y para lavar la ropa y los cacharros de cocina. También cogía agua potable de una fuente, para beber y cocinar. El bombero enseguida le ofreció una llave especial que abría las bocas de incendios situados en la carretera del observatorio, muy cerca de su cabaña. Mauro ya no tendría que andar largas distancias cargado con litros y litros, ahora tenía acceso a agua corriente.

Aquella primavera también descubrió una riera, cercana, que bajaba abundante agua después de las lluvias de primavera. Pasaban los años y Mauro cada vez estaba más adaptado a aquel bosque, era feliz viviendo allí.

Convivía con un pequeño ratón y una pareja de petirrojos que entraban a picotear a su cocina. Además una trasnochadora jineta y un grupo de glotones jabalíes le visitaban a menudo, estos últimos subiéndose al tejado de su dormitorio y provocando grandes destrozos a media noche. Alimentaba también a un grupo de palomas todas las mañanas y de rebote a un hambriento gavilán que se tira en picado contra ellas, protagonizando escenas de documental ante los ojos de Mauro.

La abubilla y el mirlo son los vecinos escandalosos que alertan la presencia de Mauro a los suyos. También una perra perdida decidió finalmente quedarse a vivir allí durante algún tiempo. Una infusión de tomillo y una tostada con aceite y sal dan inicio al día. Hacerse la cama, limpiar la cabaña, lavar algo de ropa aprovechando que luce el sol y finalmente arreglar y reforzar la valla de protección del huerto que han destrozado los jabalíes. Entonces Mauro decide bajar a la ciudad para conseguir algo de comida, pues la despensa está vacía. En Barcelona visita las instalaciones de Cáritas a ver si le pueden proporcionar algo de comida. Al regresar al bosque, ve desde lejos una patrulla de la Policía Nacional que merodea su cabaña. Mauro se acerca rápidamente hacia ellos atemorizado pensando en la posibilidad de que lo echen de allí. El agente le cuenta que están elaborando un censo de la gente que vive en los bosques de la Sierra de Collserola. El oficial de la Policía Nacional encargado de la seguridad de la Escuela Judicial, y amigo de Mauro, les había hablado de él. El policía le preguntó si era español. Tras la afirmación de Mauro, el agente le explicó que tenía derecho a percibir la pensión mínima no contributiva. También le dijo que él le ayudaría a tramitarla. Unos días después Mauro pasó por la delegación de la Seguridad Social de Sarria, donde tuvo que firmar la documentación que el amable agente de la Policía le había tramitado.

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Al no tener domicilio en el barrio, Mauro se empadrona en una sucursal bancaria donde a partir de ahora recibiría su pensión cada mes. Aquello fue un gran alivio pues ya nunca más tendría que pedir ayuda para poder comer. Ahora cada día se daba un paseo al pueblo de Vallvidrera para comprar pan y otros alimentos, charlar con sus gentes y convertirse en un vecino más del pueblo.

Leer, estudiar, escuchar la radio, pasear, conocer nuevos lugares, hacer ejercicio y muchas más, pasaron a ser cosas importantes para Mauro. Se compró un pequeño transistor para escuchar los partidos del Athletic de Bilbao y del Barça, una guía para observar las estrellas, unos prismáticos, unas buenas botas y un calefactor que se adapta al camping gas para las frías noches de invierno. Más adelante pudo también comprarse unas gafas que le serían de gran ayuda y un viejo reloj en un mercadillo. En el año 2004, cuando cumplía con un encargo fotográfico sobre la especulación inmobiliaria para una publicación, y teniendo que ilustrar la apropiación de suelo público, empecé a buscar personas que viviesen en chabolas. Visité la cuenca del río Besos y Llobregat, donde abundan las chabolas. Pero ninguna estaba habitada, solo las utilizaban los fines de semana para hacer barbacoas familiares o cultivar verduras en el huerto. Aquel día mientras me desplazaba en coche de un lugar a otro escuché una noticia en la radio que hablaba de gente sin recursos que vivía en el bosque. Empecé a investigar y vi claramente que debía encontrar a una de estas personas para ilustrar mi reportaje. Recorrí cada día de la semana una ruta diferente por las montañas de la sierra, pero no encontré ninguna persona que viviera en el bosque. Habían personas sin techo que dormían en las montañas pero no vivían ahí. Acudían a pasar la noche hartos de vino y con cuatro cartones para el frio.

El último día, cuando bajaba de la montaña del Tibidabo y me dirigía a casa, al pasar cerca del observatorio, vi una persona rellenando garrafas de agua de una boca de incendios. Lo observé de lejos durante un rato. Finalmente decidí seguirle respetando cierta distancia. Al poco rato, descendiendo por un empinado sendero entre una densa vegetación, llegó a una cabaña. Le seguí y me acerqué. Al llegar a la primera de las tres cabañas, pequeña y abierta por uno de sus lados, me lo encontré sentado en una silla ojeando un periódico gratuito que había cogido de la panadería.

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Me presenté enseguida, pues me sentía como un intruso en casa ajena. Él, enseguida me hizo sentir como en casa, me ofreció una infusión. Conversamos durante toda la tarde. Antes de marcharme de vuelta a casa, me invitó para escuchar juntos un partido de fútbol al día siguiente. Yo acepté encantado. Le visité, y compartimos agradables ratos durante varios días. Un día, mientras desayunábamos juntos, le expliqué mi proyecto y le pedí permiso para tomarle fotografías. Mauro accedió sin pensárselo dos veces. A partir de entonces inicié visitas a diario, y él empezó a compartir su vida conmigo. Siempre llevaba la cámara encima y fotografiaba todo aquello que hacía. Me enseñaba lugares, plantas, animales, me explicaba historias y hablábamos de todo tipo de cosas. Nos hicimos buenos amigos. Pocos años después, conoció a mi mujer, Clara, y vio nacer a mis dos hijos: Pablo y Miguel. Una calurosa tarde de agosto de 2008, Mauro vio llegar, como cada día, un grupo de jabalíes, dos hembras acompañadas de sus rayones respectivos. Él salió con unos chuscos de pan duro de la cocina, y entonces vio que había dos invitados más, un gran macho y su centinela. Mauro no le dio mayor importancia, pero cuando estaba repartiendo el pan, hubo una reyerta entre ellos, con la mala suerte que en una gran embestida del macho a una hembra, le pilló en medio. El gran jabalí enganchó a Mauro por detrás del muslo de su pierna izquierda y se lo llevó pinchado unos metros, desgarrando así su pierna. Al final cayó al suelo. Se levantó enseguida pero no tardó en caerle la sangre por la pantorrilla inundando así el zapato. Mauro perdía mucha sangre. Fue a su cabaña y cogió un trozo de tela. Se lo ató fuertemente en la parte superior del muslo a modo de torniquete. Mauro perdía mucha sangre y se sentía débil y mareado. Se tumbó en la cama, apretó el torniquete, y un rato después perdió el conocimiento.

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A la mañana siguiente a Mauro le despertó un vecino jubilado de Vallvidrera, que se había acercado advertido por la panadera. Mauro no había ido a comprar el pan y siempre lo hacía. Cuando se asomó por la puerta de su cabaña y vio toda aquella sangre por todos lados, corrió hasta el retén de los Bomberos. A los pocos minutos una patrulla de los Bomberos lo evacuaba de urgencia al Hospital Vall d’Hebron. Mauro fue intervenido bajo la sorpresa del cirujano por la herida provocada por un jabalí. Le afectó el nervió ciático, que unido a su edad de 83 años, haría que Mauro nunca más volviera a andar como antes. Un mes después le daban el alta de hospital, pero no podía volver a vivir en el bosque, su pierna no le respondía. Mauro ingresaría en un residencia privada para ancianos dependientes en el centro de la ciudad, y pagado por la Administración pues las residencias públicas están desbordadas. El estado mental de los ancianos allí ingresados era muy malo, y Mauro no podía tener una conversación con ningún interno, sólo con el personal, mayoritariamente enfermeras de origen sudamericano. Por la ventana, protegida con hilos metálicos para que nadie se caiga abajo, solo veía edificios, hormigón y asfalto. Mauro no quería seguir viviendo. Dos meses después de su accidente, y tras la insistencia de mi mujer con la Administración Pública para encontrar a una persona de 83 años, que no es un familiar, que no tiene familia alguna, y que lleva viviendo en el bosque los últimos 30 años, encontramos a Mauro en la residencia privada de la tercera edad en el centro de Barcelona. Mauro nos lo contó todo con pelos y señales, y también nos dijo que vivir así no era vivir. Nos temíamos lo peor. Clara, mi mujer, miró, preguntó y se movió, hasta encontrar una solución. Unas semanas más tarde Mauro era aceptado en una fantástica residencia para la tercera edad en su montaña.

Las hermanas de San Vicente del Paul aceptaban a Mauro, como un vecino más del pueblo, en la Residencia Betania de la calle Mont Dorça de Vallvidrera.

Un lugar maravilloso y con vecinos suyos en su misma situación con los que compartir este repentino tramo final de su vida. Además agradeciendo los afectuosos y profesionales tratos de las hermanas, tan diferentes eran a los anteriores, y eso te lo decía un anciano laico de la República. Mauro estaría en aquel precioso edificio modernista de 1908, que fue el Hotel Buenos Aires, hasta el 2012. La Residencia Betania se mudó a las nuevas instalaciones en el recinto ajardinado de María Reina en la carretera de Vallvidrera.

© Daniel Loewe

Mauro muere de madrugada el sábado 18 de septiembre de 2021.


Acerca del Autor:

En 1980 la familia de Daniel Loewe se traslada a Barcelona. Diplomado en Fotografía en la primera promoción de la UPC (Universidad Politécnica de Cataluña) en 1997. Su relación con el mundo de la imagen comienza en la tienda de fotografía que tenia su padre. A los siete años le regalan su primera cámara.

Empezó trabajando como fotoperiodista freelance para diferentes medios y agencias. En la actualidad compagina la fotografía de arquitectura y paisajes con la documental con proyectos propios a largo plazo. Premios: “Premi Comunicació i Benestar Social” categoría Prensa, Ajuntament de Barcelona (1999), EuroPress Photo Awards Fujifilm categoría Europa (2005), Premio Anuaria categoría Fotografía y Diseño (2007), Premio Letra categoría Comunicación Visual y Gráfica (2007), European Design Awards (2008), iF Awards categoría Communication Award con las fotos de libro “Pez de Plata Barcelona” de la Editorial Actar (2010). Nominado al Oskar Barnack Award 2022. Final ista Zampa I I Héctor Zampagl ione Photojournalism Award 2022.

Daniel Loewe es miembro de la UPIFC y de Photographic Social Vision y vive en Barcelona donde trabaja como fotógrafo.

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Entrevista a Daniel Loewe en Diálogos CAPTION:

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