Yurani, Lo Que Renace, Cementerios Del Desierto

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Ricardo Carrasco

En lengua Aymará “Yurani” es lo que renace, lo que vuelve a surgir. Así, en la zona norte de Chile, lejos de todo y de todos, aparecen con sus cruces de madera, flores de lata y papel. Son decenas de cementerios abandonados, algunos en el desierto profundo, resguardan a los seres amados de los habitantes de la pampa, de aquella época gloriosa del salitre; otros, más antiguos aún, conservan los vestigios de bolivianos y peruanos, hombres que antaño eran dueños de gran parte de la costa Pacífica Chilena. En las zonas Andinas, en el altiplano, aún los deudos visitan a sus ancestros, generando ritos de recogimiento y perpetuidad.

El viaje a las pampas inicia desde la ciudad de Santiago, subiendo hacia la línea del Ecuador, debiendo conducir más de 1.300 km para encontrar los primeros sitios de interés. A medida que avanzo, van quedando atrás numerosas ciudades, las que en su mayoría dedican su economía a la pequeña y mediana minería; algunas costeras, al turismo de playas, sol y de intereses especiales, como la arqueología y la paleontología. Sin embargo, existe un patrimonio que muchos pasan por alto y no se detienen a observar a orillas de la carretera panamericana. Son los innumerables cementerios que hay esparcidos en todo el Norte Grande de Chile, y que dan testimonio de un pasado activo y bullente, siendo muchas veces, los únicos sobrevivientes de desaparecidos poblados y pequeños asentamientos.

El primero es el cementerio de la oficina salitrera Chile, que ya se encuentra al interior del desierto árido y reseco. Salgo de la carretera y aunque debo llegar hasta Antofagasta, distante hacia el norte 130 km, no puedo dejar de visitarlo, pues se trata de uno de los más importantes de la zona sur del gran Atacama. Con su perímetro de barandas botado por el tiempo y el viento incesante, este camposanto cobija los restos de inmigrantes y pampinos, como se les llama hasta hoy, a los hombres del desierto. No hay flores ni indicios de haber sido visitado por algún familiar desde hace años, ya que ninguna sepultura muestra señales de haber sido mantenida. Camino durante dos horas entre los caminos zigzagueantes del lugar esperando la luz correcta para hacer las imágenes. Veo aparecer, numerosas cunas o tumbas de niños, ya que en la zona hubo una gran peste la que se esparció en las pampas en la primera mitad del siglo XX. Es sobrecogedor, muchos de los caídos no alcanzaron los diez años de vida y en no pocas ocasiones, descansan junto a sus hermanitos.

El portal de Guallatire, una ventana hacia el cementerio y su volcán centinela. Recuerdo haber disparado en todos los formatos posibles, pero contaba con apenas quince minutos para hacerlo ya que queria esa luz de la penumbra altiplánica, esa luz mágica que da la altura a cada toma y que no se vuelve a repetir jamás. © Ricardo Carrasco

La pampa es intensa, se trata de un territorio abandonado y sin vida donde quedan señales de sueños pasados, de una prosperidad que se fue y que no regresará jamás. No puedo dejar de pensar, al leer las inscripciones, dónde estarán los descendientes, cuántas generaciones han pasado que ya nadie viene a dejar una flor en este silencio.

Sigo camino hacia el gran norte, navegando por lomajes suaves y llanuras interminables, el aire cálido de la tarde enfría las ideas y continúo ruta hacia el pueblito de Caspana, ya en la zona altiplánica altoandina. Llego el 1 de noviembre, día de los muertos y a diferencia de la pampa, hay mucha gente en su cementerio, o en uno de ellos al menos, ya que Caspana, curiosamente, tiene tres. Los familiares de los que partieron llevan vistosas coronas, atiborradas de flores de cartón, papel crepé y plástico. Cambian recipientes y dejan ofrendas de todo tipo, cigarros a medio fumar, cerveza, bebidas gaseosas, ositos de peluche y autitos de metal. Otros deudos más conservadores cambian velas y dejan monedas sobre las lozas. Con todo, la fiesta de los muertos se vive realmente en el poblado, donde se celebra una misa y pasean los restos óseos de antiguos lugareños. Luego una procesión gradas abajo donde se prohíbe hacer imágenes a los afuerinos, por respeto a los muertos. En las casas de Caspana se invita a los participantes de la ceremonia a una gran comida, donde se rinde tributo a los ancestros. Las coronas se cuelgan en las paredes y los comensales se acomodan en bancas a repetir sus oraciones. En una mesa dispuesta al interior de las casas, y repleta de alimentos como galletas, carne, sopas, frutas, pasteles y todo tipo de mercaderías mientras otros parientes murmuran respetuosamente, agradecimientos y piden bendiciones. En este sentido, es impresionante que en estos poblados andinos aún se mantienen las tradiciones de proveer a los muertos de abundante alimento para su largo viaje; con ello la ofrenda persiste en la cosmovisión andina año a año.

Constantemente atrapado por las dunas, este cementerio es variopinto; muchas de sus lápidas son de azulejos y cerámicas, otras de cemento pulido y pintadas de colores estridentes. Otras tantas con pequeños techos de lata, como tratando de impedir que el sol del norte fastidie a los difuntos. © Ricardo Carrasco

Ya en las tierras bajas, en el salar de Atacama, pequeños pueblitos aparecen en sus flancos y en ellos, el oasis San Pedro de Atacama, centro de operaciones obligado para cualquier visitante que desee realmente conocer el desierto. No por nada este asentamiento era el núcleo estratégico de las caravanas que venían con productos de la costa para trocarlas en la zona de la puna. Afuera del cementerio, el que es uno de los más extensos y amurallado, con la típica superposición de ladrillos de adobe a modo de naipes, se venden productos agrícolas y coronas de papel. Este lugar, sede de la cultura atacameña, expone numerosas capas de diferentes asentamientos y no es extraño que al cavar aparezcan vestigios de los primeros nómadas, época en que estos llanos eran mucho más fértiles y agrícolamente sustentables para miles de personas.

Insertos como esquistos salinos al gran salar, aparecen también otros asentamientos humanos como Toconao, el que está construido íntegramente por piedra volcánica liparita, de donde obtiene su peculiar aspecto blancuzco cuando se le observa a la distancia. También, algo más al sur y siempre bordeando el salar, están Timar, Camar y Socaire; poblados que florecieron gracias a la presencia de quebradas donde el agua pudo permitir, hasta hoy, el crecimiento de frutales y ganado. En ellos, naturalmente subsisten sus lindos, pequeños y bien cuidados cementerios, donde las flores de papel y serpentinas que flamean al viento predominan. Coronas de trenzas de pajonal y montículos de piedras extraídas de canteras cercanas constituyen las sepulturas y pequeños altares. Desde estos lugares, se tiene una amplia visión panorámica de todo el salar de Atacama, con su imponente cordón montañoso donde los volcanes Licancabur, Socompa y Láscar han oteado durante milenios, el horizonte.

Peine es uno de los pocos o más bien el único asentamiento inserto en el mismo salar, ahora sirve de campamento a trabajadores que extraen litio de las costras salinas, muchos de sus residentes han migrado a San Pedro o la ciudad minera de Calama. Peine es un poblado colonial y sus orígenes se remontan al siglo XVII. Sin embargo, durante la dominación Inca, éste fue paso obligado del camino del Inca y aún es posible hallar tambos (pircas de piedras) de descanso, donde los nómades encontraban provisiones dejadas por otros caravaneros. En su solitario cementerio aparecen peculiares sepulturas hechas de piedras apiladas, como pequeñas cavernas donde reposan velas y ofrendas. La tarde cae en Peine y la luz anaranjada del desierto cubre los volcanes andinos.

Perdido en mitad de la pampa, aparece este recinto amurallado, como tratándose de una fortaleza que cuida el descanso de los que ya partieron. Una vez dentro, caminé entre cientos de lápidas y tumbas, algunas de familias acaudaladas con pilares y edificaciones clásicas, otras modestas, de madera o cemento con sus cruces y flores de latón. © Ricardo Carrasco

Los flamencos salen a recibirme llegando al caserío de Machuca, paso obligado para quienes van a los géiseres del Tatio y que se ubica a 4.300 msnm en la alta puna atacameña, cerca de San Pedro de Atacama. Como todos los asentamientos humanos de altura, el barro y las piedras son los materiales predominantes, sumado a la paja brava, coirón o ichu, un pasto de hojas duras con el que techan las casas. Machuca se congela por las noches y muy temprano veo pasar numerosos vehículos llevando turistas hacia los geisers, sin embargo, no se detienen en el poblado y menos en su atrayente camposanto. Pequeño y con signos de haber sido ordenado por un paisajista altiplánico, muchos de sus ornamentos y tumbas de madera yacen apilados cerca del pórtico de entrada, aparentemente para establecer un nuevo orden. En el poblado se vende carne de llama asada a los turistas que regresan apunados desde las fumarolas. Con todo, nadie parece reparar en su especial cementerio, dirigiendo todas las miradas a la pequeña y radiante iglesia pintada con cal.

Sigo mi camino andino para encontrarme tal vez con uno de los cementerios más pintorescos, el de Río Grande; un pequeño pueblito ubicado entre quebradas y cerros en el extremo norte del llano de la Paciencia, donde los antiguos atacameños plasmaron en pictografías la vida diaria. Conduzco por plantaciones en terrazas y un camino zigzagueante que rodea una quebrada y da la bienvenida al caserío. El cementerio se emplaza dominando el valle sobre una explanada al que se accede caminando por un sendero y según los lugareños, los difuntos son enterrados ahí para que el contacto con sus ancestros sea más expedito. Un cementerio sobre el pueblo, tal vez sea el único lugar donde esto ocurra en todo el Norte Grande, un sitio de conexión con el mundo de arriba o hanaqpacha y los hombres, los que han quedado en este mundo, dedicados a vivir de la madre tierra.

Me alejo del desierto profundo y atravieso la enorme pampa del Indio Muerto y la pampa Mirage. Esta es la zona más ancha de Chile, con más de 200 km de cordillera a mar. Camino hacia el Pacífico, donde después de llenar tanques en la desarticulada e industrial ciudad de Tocopilla -costeando hacia el sur- aparece finalmente el cementerio de Gatico, a pocos metros del mar. La enorme Cordillera de la Costa aquí se levanta cientos de metros y acompaña las playas con quebradas y aguadas que en épocas antiguas descargaron ríos y crecidas. Junto al cementerio están las ruinas de la antigua caleta de Gatico, que encontró su apogeo a comienzos del siglo XX. Las serranías muestran senderos que conducen a pirquenes o minas artesanales, las que con sus gradas y escalones tallados en la piedra se pierden cerro arriba, ubicándose algunas en lugares impensados, para perforar y extraer el mineral de cobre que aún hay en la zona. De hecho, el asentamiento de Gatico se estableció gracias a la extracción abundante de este mineral.

Cruces metálicas y flores de lata, son algunos de los adornos que los deudos ancestrales decidieron usar para la posteridad en sus cruces, en las moradas de los familiares caídos. Sólo las huallatas y otras aves andinas acompañan el silencio de este lugar sagrado. © Ricardo Carrasco

Siguiendo 7 kilómetros al sur aparece otro cementerio, algo más grande y amurallado, el del pueblo de Cobija que mantiene un pórtico de reja forjado y exhibe la fecha de su fundación, 1901. Sin embargo, este importante enclave boliviano fue fundado en realidad como asentamiento en 1825. Aquí ya aparecen unas pocas casas de veraneo y más ruinas de las antiguas edificaciones. Algunas tumbas aún muestran sus cruces, pero ya no es posible distinguir nombres ni lápidas, tampoco aparecen flores de ningún tipo, a pesar de la cercanía del día de los muertos. Estas playas no siempre fueron solitarias, pues Cobija al igual que Gatico, tuvo importancia estratégica en la minería, ya que tenían un traslado sistemático de mineral desde Bolivia, específicamente desde los socavones de plata de Potosí y llegó a albergar a más de cinco mil personas. Después de la Guerra del Pacífico fue anexado al territorio chileno y terremotos, acompañados de maremotos y una gran pandemia de fiebre amarilla, terminaron por derrumbar el entusiasmo de los pocos habitantes que iban quedando en el puerto, convirtiéndolo con el pasar de los años casi en un pueblo fantasma.

Sigo camino hacia Arica y dejo atrás una posada –lugar de parada para camioneros- algo destartalada cercana al poblado minero de Santa Isabel, en el corazón de Atacama. En este punto es preciso tener a mano muchos litros de agua, ya que el aire y el sol se encargan de deshidratar a cuantos se aventuran en esta zona. A medida que avanzo, remolinos y tierrales cruzan la ruta arrastrando chusca –escoria volcánica-, arena y sal, la que en tramos cubre la carretera haciendo que muchos conductores, fatigados por las largas distancias, pierdan el control de sus vehículos y mueran a orillas del camino. Cuenta de ello dan las animitas, pequeños altares improvisados con latas y madera, donde velas, figuritas de santos y vírgenes acompañadas de rosarios, plegarias y banderas que flamean al viento, dan testimonio de la desgracia ocurrida. En la pampa aparecen con frecuencia y las hay con los motivos más diversos, según haya sido la profesión del difunto. No es raro ver representaciones de torres de agua, camioncitos, muñecas y herramientas, por nombrar algunas.

De las decenas de oficinas salitreras dispersas, hay muchas que ni siquiera aparecen en los mapas y guías de ruta de la pampa del Tamarugal, la que ocupa una importante extensión en el Norte Grande. Es el caso de la oficina Santa Isabel y Buena Esperanza. Estas conservan sus tortas de acopio y murallones de adobe mascados por los años y cementerios simplemente de aspecto desolador, con tumbas semi abiertas y dando claras muestras de haber sido saqueadas. También, a treinta minutos de conducción y siempre dirigiéndose hacia el Ecuador, aparece el gran cementerio de la Oficina Rica Aventura, donde aparecen mausoleos y lápidas de mármol que dan cuenta del apogeo que alguna vez floreció en ese lugar. Sin embargo, vuelven a aparecer tumbas de niños, todos caídos a principios del 1900. A pesar de las riquezas que muchos de estos aventureros pudieron acumular en pleno esplendor salitrero, estaban tan aislados que conseguir un vaso de agua limpia resultaba difícil y las condiciones higiénicas siempre fueron un desafío, lo que se convertía en un caldo de cultivo para enfermedades y pestes.

En el oasis de Quillagua las sepulturas imitan iglesias en miniatura las que son meticulosamente pintadas y reparadas por los escasos habitantes del poblado homónimo. © Ricardo Carrasco

No muy lejos de aquella realidad subsiste la comunidad Aymara del Oasis de Quillagua, pueblo que gracias a la presencia del río Loa, el más largo del país, riega las escasas plantaciones de cítricos y frutales. El Loa es el único hilo de vida que baja desde el altiplano para cruzar, gota a gota, el ardiente Atacama. De hecho, ésta es la zona más árida de la tierra y no llueve desde hace años. Para sorpresa de muchos en algunos lugares el río alberga humedales y vida acuática como taguas y patos, lo que lo convierte en un sobreviviente. A pesar de ello, numerosas mineras vierten en sus escasas aguas materiales y riles contaminantes. Eso sumado a la desaparición del tren de trocha angosta que unía la ciudad de La Serena con Arica y la escasez del agua potable de napas subterráneas, han hecho que los pocos habitantes del Oasis de Quillagua estén migrando hacia Antofagasta o Calama. En la actualidad menos de 100 personas son los residentes del pueblo que está condenado a su desaparición. No obstante, el cementerio que se emplaza en una ladera cercana tiene un cuidador que mantiene las tumbas y se esmera en evitar posibles saqueos. Algo notable en estas soledades.

Manejo entre espejismos y visiones difusas para llegar finalmente a la ciudad de La Tirana, epicentro de una celebración muy peculiar donde se le rinde culto a la Virgen el 16 de julio. Sin embargo, esta fiesta que recibe a miles de visitantes, tanto peruanos como bolivianos y chilenos, el año 2009 fue suspendida por el gobierno. La razón, la gripe AH1N1 que podía causar estragos en la salud de miles de fieles, lo que me hizo recordar a cientos de pequeñas tumbas regadas por la pampa. Hoy, tal vez el encargado de romper esa tradición sea otra peste, el Coronavirus.

Mamiña y Pica son pequeños poblados cercanos a la importante Tirana, ambos poblados son oasis en las sequedades pre andinas y tienen además afluentes termales. Son el último enclave de aquellos atacameños que se internaban hacia el altiplano. El cementerio de Pica se hunde entre dunas de arena, los vientos constantes tienen a gran parte del camposanto cubierto con los arenales de la pampa, y en algunos casos, es necesario cavar para ver lápidas e inscripciones. Sin embargo, en las inmediaciones del cementerio, ocultas entre los cerros de arena, aparecen momias prehispánicas, cuerpos de ciudadanos comunes, pastores y alfareros que vivían tal vez en el oasis o transitaban con sus llamas y rebaños. 

Ya en el altiplano nuevamente, en la zona más septentrional del país, acercándonos a la frontera con Bolivia y siempre buscando los cementerios ancestrales, llego al pueblo de Putre. Enclave militar en una época temprana, hoy es un pequeño pero pujante centro turístico, recibiendo a miles de visitantes que suben al lago Chungará, uno de los más altos del mundo a los pies de las montañas Payachatas. Su cementerio, emplazado en la parte alta del pueblo, a diferencia del resto está cerrado con un portón amarrado con un grueso alambre; cobijado por las grandes montañas y plantaciones aledañas en terrazas, donde se cultiva como antaño, el orégano. Aquí ya definitivamente la presencia de los materiales traídos de la ciudad de Arica han reemplazado a los tradicionales extraídos desde las serranías cercanas y se utiliza la mampostería para hacer nichos escalonados. Abundan las flores, incluso algunas naturales dispuestas en coronas. Debo abandonarlo a los pocos minutos de llegar, ya que algunos Putrinos salen a advertirme que no les gusta mostrar su lugar sagrado a los turistas.

Con pircas y muros de piedra, las sombras comienzan a aparecer siempre con el telón de fondo del maravilloso volcán Guallatire, el que siempre tiene una fumarola azufrosa activa, recordándonos que en algún momento despertará. © Ricardo Carrasco

Unos de los más interesantes, o bello en realidad, ya que el entorno es simplemente hermoso, es el de Guallatire. Cuyo nombre proviene del aimara wallata o ganso andino, los que en la zona son abundantes. Ubicado en plena puna altoandina y a seis horas de conducción desde Putre, este cementerio se levanta justo a los pies del majestuoso y humeante volcán Guallatire. La iglesia del poblado, es como muchas de la puna, con su torre separada de la nave central, hecha de rocas y con una escalera en espiral de piedra también; desde donde se puede tener una amplia vista de la explanada. Sigo mi camino desde este pequeño asentamiento minero, ya camino hacia el Sur, bordeando los Andes para seguir fotografiando otros cementerios ancestrales y dejando atrás cuarenta días de lo que al comienzo parecía un viaje de desolación y muerte, pero que con el pasar de los días se convirtió en un recorrido de culto a la vida y honra a los que ya nos han dejado.


Equipo Fotográfico:
Cámaras: Canon 5D Mark II, Hasselblad 500cm, Linhof Technorama 617, Nikon FM-2, Nikon D70s
Optica: Canon, Nikon, Schneider Kreuznach, Carl Zeiss

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