Menarquia

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Fotografías: Elena Lenguas
Texto: Adolfo Rodríguez López

Nos sumergiremos en un relato de juegos, sonrisas, carreras atropelladas y complicidades compartidas que mudan en obligaciones. Una narración circular que comienza desenfada y se torna grave al encuentro con la pubertad: días que se convierten en noches y niñas que, al convertirse en mujeres, comienzan a cargar sobre sus hombros el peso de la memoria.

Atlas, exhausto y rebelde, condenado por Zeus a mantener el equilibrio de las fuerzas del universo cargando sobre sus hombros el peso del arco de los cielos, que quedan así separados de la tierra. Atlas, desafiante, descendiente de una estirpe de poderosas deidades y esforzado vigilante de los conceptos primordiales: el océano, la tierra, el sol, la luna, la ley natural y la memoria. La memoria. Atlas, doblegado y petrificado, lugar donde reposan el cielo y las estrellas.

 
En los confines del Atlas, en un valle asentado entre las poderosas montañas que vertebran Marruecos, separando la fachada atlántica y mediterránea de la aridez sahariana, habitan los Imazighen: etnia milenaria cuya historia es un compendio de gloria y desdicha, de fragmentación y olvido. Fundadores de imperios y dinastías, doblemente forzados a abandonar sus orígenes por la colonización europea y las políticas arabizantes, resistentes a la naturaleza y al hombre, y sometidos a un movimiento exigido por la supervivencia, los antaño errantes nómadas, ahora desperdigados y asimilados por culturas ajenas, mantienen pequeños reductos donde son fieles a la herencia de su anciana tradición. Los pueblos Imazighen no son homogéneos; ni cultural, ni étnicamente. Constituyen un conjunto de pueblos autóctonos del Norte de África que comparten raíces, así como rasgos culturales y lingüísticos comunes. Uno de los pilares que fundamenta su supervivencia cultural, se basa en la relación ambigua que mantienen con la religión islámica, así como con otras instituciones estatales y políticas, generalmente empeñadas en homogeneizar su territorio.
 
© Elena Lenguas
 
El valle del Tessaout, en el Alto Atlas marroquí, un enclave encerrado entre hermosos accidentes del paisaje, de camino hacia ningún lugar y solo punto final de arenosos y escarpados senderos, conforma uno de los pocos hogares de las ancestrales costumbres de los Imazighen que, a fuerza de no poder mirar hacia ningún otro lugar en un entorno aislado, decidieron seguir mirando al pasado; como si la naturaleza tantas veces hostil en el continuo peregrinar de este pueblo, hubiera terminado por conceder un abrazo en un remoto lugar donde la vida parece inconcebible para el resto.
 
© Elena Lenguas
 
Es en este hermoso valle, con sus picos de colores minerales, sus verdes piedras de óxido de cobre, sus tierras enrojecidas por el hierro, y sus laderas que miran al abismo, donde la minoría de una minoría ancló sus casas de adobe en el origen de los tiempos. Es en este hermoso valle, entre las rocas, colgados de las pendientes, camuflados de la modernidad bajo el color de la arena, donde entre los ecos de la soledad y el silencio, una parte de una antigua etnia se aferra a sus viejas y sencillas tradiciones, desprovistas de lujos y hermanadas inevitablemente con las caprichosas veleidades de la naturaleza.
 
© Elena Lenguas
 
Es este hermoso valle donde la mujer, principal custodia del carácter indómito de su gente y de un legado cuyo origen se pierde en las profundidades de la historia, libra una callada batalla por preservar una lengua y una cultura pretéritas, manteniendo la mirada melancólica de quien atesora los cantos de libertad de su pueblo, los recuerdos de un mundo que aguarda en sus ojos la oportunidad de volver a mostrarse.
 
© Elena Lenguas
 
Aún quedando lejos en el tiempo las celebraciones en las que la sexualidad y la espiritualidad iban de la mano, han sobrevivido al paso de los siglos multitud de contenidos pre islámicos, así como otros rasgos culturales que deben gran parte de su presente al papel cohesionador y transmisor de la mujer Amazigh, que representa la tradición soterrada, las formas de una autodefensa que se adapta para existir.
 
Esta es una historia que se detiene a observar el punto en el que un mundo se transforma. Un relato de juegos, sonrisas, carreras atropelladas y complicidades compartidas que mudan en obligaciones. Una narración circular que comienza desenfadada y se torna grave al encuentro con la pubertad: días que se convierten en noches y niñas que, al convertirse en mujeres, comienzan a cargar sobre sus hombros el peso del cielo y de las estrellas: el peso de la memoria.
 
© Elena Lenguas
 
Esta es pues, una historia que se vertebra sobre el desempeño de pesados trabajos agrícolas, el cuidado de los hijos, la transmisión del conocimiento del entorno y las capacidades para domarlo: un relato que se teje con el hilo de cantos que versan sobre las duras condiciones de existencia, y que se adormece en miradas cálidas y pudorosas, en ojos que infunden un respeto enigmático y callado: el retrato acelerado de una infancia que no ha tenido tiempo para comenzar a descubrirse; niñas que pronto serán abnegadas madres, fieles esposas y trabajadoras incansables.
 
Amanece con los primeros rayos de sol dorando las fachadas de adobe e iluminando los senderos, cuando provisto de un hacha y una cuerda, un cuerpo menudo sale a enfrentarse con el nuevo día. Se aleja por el monte, se pierde entre la maleza inventando nuevos caminos a cada paso, camina firme y decidido, impasible ante los desafíos de una naturaleza hostil. La niña se detiene, se encarama a un árbol, corta con celeridad varias ramas, las deposita sobre el suelo, las agrupa, y cuando dispone de suficiente forraje para el ganado, se tumba sobre ellas, se las amarra con una cuerda a la espalda y se levanta. A casa vuelve una mujer que desanda los pasos inventados, sigilosa, imperturbable, fundiendo su figura con el paisaje.
 
© Elena Lenguas
 
Heridas que surcan una piel aún joven pero ya curtida de viento y sol, de espinas y harina de trigo, de sémola fina y ternura. Heridas que no se permiten un descanso hasta el anochecer, pues todavía hay que ir a buscar agua, recoger leña para el invierno, moler el grano, cocer el pan, recolectar el fruto de los almendros y nogales, ordeñar a las vacas, bajar al río a lavar la ropa, preparar el huerto para la siembra, y cumplir con un sinfín de tareas propias de una vida ajena a la tecnología, que solo rinde cuentas ante la naturaleza. Heridas que marcan unas manos infantiles que están aprendiendo a tejer el hilo que conduce la memoria de los suyos.
 
Esta es también la historia de una obstinada resistencia que combate por no diluirse en un maremágnum de realidades ajenas; de manos tatuadas con pretéritos símbolos de henna, de voces que recuerdan una canción, de bailes sobre ritmo de tambores africanos, de fiestas de la cosecha, y de imaginarios colectivos que abrazan al individuo. La negación firme de la derrota, pero también la certeza de que un pueblo que olvida la hebra que entrelaza su pasado y su presente, que apaga su canto, que olvida su lucha y descuida a las depositarias de sus rezos y creencias, está condenando a sus hijas a cargar sobre sus hombros el peso del cielo y de las estrellas.
 
© Elena Lenguas
 
… y mientras Atlas, petrificado, da cobijo al firmamento, una niña abandonará sus juegos y un relato circular volverá a comenzar en el mismo punto: MENARQUIA.

 


Acerca de la Autora:

Mi trabajo fotográfico gira en torno a la continua búsqueda de un posicionamiento desde el que entretejer relatos colectivos. En la búsqueda de este espacio, pretendo huir de las narrativas que nos condenan a habitar en sitios indiferenciados; oponerme a una ruptura de la relación con la historia y la memoria de los lugares, que fragiliza nuestra capacidad para combatir la resignificación de nuestras formas de vida en base a las necesidades uniformadoras de un discurso dominante. La desterritorialización produce amnesia y nos envuelve en una capa de extrañeza y desculturización enemiga de cualquier forma de belleza.

He colaborado con varias revistas de música (masjazz y enlacefunk) y he ejercido durante varios años como fotógrafa de la ONG “Fundación Acción geoda”, El resultado de este trabajo fotográfico se presenta en formato fotolibro: “Menarquia”.

Equipo Utilizado:

Cámara: Sony ILCE 6500
Óptica: Zeiss 24 mm 1.8, Sigma 60mm 2.8

Sitios Web:

instagram.com/elenguas

facebook.com/elena.lenguassilva

Todas las fotografías publicadas aquí tienen el Copyright del respectivo fotógrafo.

© 2019 Caption Magazine. ISSN 0716-0879