



Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Arturo Rodríguez y el último bastión Inca
Por Nacho Izquierdo
En medio de la densa y enigmática selva del VRAEM —la región que abarca los valles de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro, al norte del Cusco—, un grupo multidisciplinario de más de 20 expertos emprendió una travesía única: hallar el último bastión inca de resistencia frente a los españoles. Entre ellos, el fotógrafo canario Arturo Rodríguez, colaborador de Fujifilm, fue testigo y narrador visual de esta expedición con la poderosa GFX100S II como aliada.
Arturo, ¿cómo nació esta expedición al VRAEM en busca del último bastión inca? ¿Qué te motivó a sumarte al proyecto?
Todo comenzó con una llamada de Miguel Gutiérrez, escritor y explorador español, mientras me encontraba en Emiratos Árabes inaugurando una exposición. Yo no le conocía de nada, solo era un contacto de una compañera de National Geographic. Me habló con entusiasmo de una posible expedición al corazón del VRAEM para buscar lo que algunos consideran la última ciudad perdida. La propuesta me atrapó desde el primer momento: por un lado, la aventura en sí —explorar una de las regiones más inaccesibles del Perú—, y por otro, la posibilidad real de encontrar algo histórico. Ese cruce entre lo incierto y lo trascendente es difícil de resistir. ¿Qué podía pasar?¿qué no encontráramos nada? Solo la aventura valdría la pena y no sería difícil de publicar.

El VRAEM es conocido por ser una región compleja y poco accesible. ¿Qué tipo de preparación logística y emocional requirió esta aventura?
Fue, sin duda, una de las expediciones más exigentes que he vivido. Logísticamente, supuso planificar cada detalle: desde la alimentación liofilizada, que necesitaríamos en ciertos momentos con total seguridad, hasta las comunicaciones y la protección del equipo en un entorno extremadamente hostil. En lo emocional, uno tiene que ir preparado para todo: largas caminatas, cambios imprevistos, tensiones en un grupo tan grande… y también para la frustración, porque no siempre se encuentran respuestas. La clave fue confiar en el equipo humano y mantener la mente abierta.
Físicamente, vivir en Tenerife, una isla paradisiaca pero también el techo de España me facilitó las cosas a la hora de prepararme. Suelo caminar bastante por la montaña y acampar así que no fue nada extraño, lo único que necesitaba era crear hematocritos y eso se consigue sobre todo durmiendo en altura. El mes antes, dormí varías veces a la semana a más de 3500 msnm. Esto también me sirvió para probar las partes nuevas del equipo que fui comprando antes del viaje, como un saco y aislante adecuados para frío extremo por ejemplo. Y por supuesto me sirvió de preparación física y mental, ahí arriba la cabeza es más importante que las piernas.

Llevaste contigo la GFX100S II, una cámara de formato medio. ¿Por qué esa elección para un entorno tan rudo y remoto?
Porque sabía que, si encontrábamos lo que estábamos buscando, necesitaba poder fotografiarlo con la mayor fidelidad y detalle posible. La GFX100S II es una cámara que combina una calidad de imagen extraordinaria con un cuerpo relativamente compacto, tiene el tamaño y el peso de una réflex clásica. Es resistente y confiable. Cuando trabajas en condiciones extremas, no solo necesitas algo robusto: necesitas algo que esté a la altura del momento.
Cuando me llegó esta oportunidad me vino a la cabeza Harry Burton, el fotógrafo que documentó el hallazgo de la tumba de Tutankamón y pensé en que hubiera hecho él, estoy seguro de que hubiera elegido la misma cámara que yo. En su época ya lo hizo, porque entendió que aquellas imágenes no eran solo un registro, sino un legado. Y eso es algo que también siento profundamente: estas fotografías me sobrevivirán. Por eso trabajo con el mejor equipo que tengo a mi alcance. Porque si fotografío una pintura rupestre o un artefacto con inscripciones, quiero que un científico pueda leerlo sin dificultad y obtener datos casi como si tuviera en la mano la pieza o estuviese en el lugar, quiero que casi pueda olerlo. Es una responsabilidad con la historia y con las generaciones futuras.
¿Cómo fue trabajar con un equipo de más de 20 expertos? ¿Qué disciplinas se combinaron para lograr los objetivos de la expedición?
Fue una experiencia profundamente enriquecedora. Es verdad que éramos unos 20, pero eso incluye a los muleros, el cocinero, los peones… y en una expedición como esta, todos somos necesarios e incluso imprescindibles. La logística en una región tan remota no se sostiene solo con ciencia, se sostiene con humanidad y trabajo colectivo.
Había cuatro arqueólogas —tres peruanas: Geanette, Cata y Yadira— y una española, Silvia. Cada una con una sensibilidad distinta y un conocimiento tremendo del pasado. Miguel, que fue quien me llamó para sumarme, es periodista y explorador, y es el ideólogo y líder de la expedición. María la doctora está curtida en decenas de expediciones incluyendo árticas, David, escalador y responsable de seguridad en la montaña, Omar, quechua local de la región del VRAEM era el capataz que coordinaba a peones y muleros, Alejandro era el cámara del equipo… y yo, documentando todo a través de la fotografía. Fue un cruce muy humano entre ciencia, logística, intuición, resistencia y mirada.

¿Hubo algún momento durante la travesía que te haya marcado especialmente, ya sea por su dificultad o por su belleza visual?
Los paisajes, por más espectaculares que sean, rara vez me impresionan. He aprendido que lo verdaderamente importante no está en la grandiosidad del entorno, sino en la gente. En cómo te acogen o te rechazan a veces y en nuestro caso concreto en cómo reacciona cada uno cuando el cuerpo ya no puede más, cuando el frío cala, cuando el miedo aparece sin avisar.
Recuerdo una noche, a más de 4.000 metros, estábamos separados del grupo principal. Éramos solo las tres arqueólogas, Alejandro y yo. Llevábamos lo justo: dos tiendas. Ellas dormían juntas, y Alex y yo en la otra. Me desperté de madrugada, temblando, y salí a calentar agua para meterla en una botella y usarla como bolsa caliente en los pies. De pronto, vi una luz moviéndose en la ladera. En una zona como esa, donde sabemos que hay presencia de narcos, ese tipo de cosas no se toma a la ligera. Le grité a Alex que saliera y agarrara lo más duro y pesado que tuviera a mano. Salió con el trípode en la mano y en calzoncillos.
Por unos segundos, el silencio se volvió casi eléctrico. Hasta que escuché una voz familiar. Era Cata. Ella y las otras arqueólogas habían salido de la tienda sin que me diera cuenta —supongo que por el viento o porque estaba medio dormido— buscando un lugar más apartado. La tensión se deshizo en un suspiro, y en risas. Pero ese momento me quedó grabado. Porque me recordó que allá arriba, en medio del frío, de la noche y de la incertidumbre, seguimos siendo humanos, vulnerables, con nuestros rituales simples, nuestros miedos y nuestras risas.
A nivel técnico, ¿qué ventajas te ofreció la GFX100S II frente a otras cámaras en una misión como esta? ¿Cómo se comportó en condiciones extremas?
Para mí, lo más importante en una cámara es el rango dinámico y la interpretación del color. Todo lo demás —la velocidad de enfoque, la cadencia de disparo, la resolución, si graba vídeo o si le puede enviar un mensaje a mi madre para decirle que estoy bien— es secundario. Y en esos dos aspectos que realmente me importan, creo que el sistema GFX es imbatible en el primero y solo un par de marcas están a la altura en el segundo.
Como fotoperiodista, me preocupa que mis imágenes se acerquen lo máximo posible a la realidad.
La fotografía implica inevitablemente cierto grado de interpretación: la elección de la lente modifica la perspectiva y la profundidad de campo, y cada encuadre incluye tanto como excluye. Como no puedo evitar esas decisiones subjetivas, intento que todo lo demás juegue a favor de la veracidad.
Por eso uso herramientas que aporten fidelidad, honestidad visual y un archivo que resista el tiempo.

¿Cómo equilibraste el rol documental con una mirada artística durante la expedición? ¿Hubo espacio para la creatividad en medio de la investigación histórica?
Siempre hay espacio para la creatividad, incluso —o quizás sobre todo— en medio del rigor científico. Mi intención fue documentar con precisión, sin renunciar a mi mirada. Esa es, para mí, la esencia de esta profesión: cualquiera puede apretar un botón, pero emocionar y sorprender requiere conocimiento y sensibilidad.
En una expedición como esta, el fotógrafo documental es el puente entre la ciencia y el público. Y eso es una responsabilidad enorme. Tienes que lograr que tu vecina o tus compañeros de bar se interesen por lo que un grupo de científicos está haciendo a más de 4.000 metros, en un rincón perdido de los Andes. Para eso hay que entender el contexto, pero también sentirlo. Ponerte en el lugar de quien nunca estará allí y preguntarte: ¿qué de todo esto puede conmover, qué puede despertar curiosidad o respeto?
Ese equilibrio entre verdad, emoción y claridad es donde intento moverme. Si consigo que alguien que jamás pensó en la historia andina se detenga un momento ante una imagen, entonces la fotografía ha cumplido su función.
¿Encontraron realmente vestigios del último bastión inca? ¿Cómo fue retratar esos posibles restos en su entorno natural?
Encontramos un lugar antiguo, muy antiguo. No podemos afirmar aún que fuera Vilcabamba La Grande o que allí se estableció Manco Inca con sus rebeldes, pero lo que sí es seguro es que lo que hay allí es anterior al Imperio Inca. La historia inca, al fin y al cabo, es relativamente reciente dentro del largo proceso andino: hay consenso en que comienza en el siglo XII.
Durante la excavación aparecieron un vaso ceremonial del Periodo Formativo —es decir, entre el 1800 a.C. y el 200 d.C.— y, en otro estrato, una campana de plata del periodo colonial. Esto sugiere una ocupación prolongada del lugar, con capas de historia superpuestas. Y aunque esto no contradice la posibilidad de que fuera efectivamente el último bastión inca, porque solían ocupar y adaptar asentamientos antiguos, tampoco lo confirma. Para eso haría falta excavar más… y aun así, puede que nunca se sepa con certeza.

Lo que sí es cierto —y esto lo dicen tanto el terreno como los documentos— es que este sitio encaja mucho mejor con las crónicas españolas que reposan en el Archivo de Indias que otros lugares más conocidos, como Machu Picchu, que han sido tradicionalmente reclamados como Hatum Vilcabamba.
Fotografiar allí fue un reto permanente. El frío era constante, y no ese frío de postal andina, sino uno seco, áspero, que te acompaña incluso dentro del saco de dormir. Cada día cargaba con un equipo pesado a través de pendientes interminables, respirando un aire que apenas alcanzaba para mantener el ritmo. Pero más allá del desgaste físico, lo más exigente era la responsabilidad: documentar una parte de la historia andina que aún está viva bajo nuestros pies, aunque no siempre sea reconocida ni comprendida.
Sabía que cada imagen podía convertirse en un testimonio para el futuro. No era solo cuestión de estética o de encuadre: era decidir cómo mostrar un lugar que, quizás, fue testigo de la última gran resistencia indígena frente a la conquista. Un espacio cargado de tiempo, de capas, de silencio. Y esa responsabilidad pesa más que cualquier cámara.
¿Qué papel crees que tiene hoy la fotografía en la conservación de la memoria histórica y en la exploración de territorios aún poco conocidos?
Sin la fotografía, no hay memoria. Al menos no una que pueda compartirse, conservarse, transmitirse con fidelidad. La fotografía es hoy una de las herramientas más poderosas para preservar no solo lo que vemos, sino cómo lo interpretamos en un momento específico de la historia. La fotografía atraviesa el tiempo.
Finalmente, ¿qué te llevas personalmente de esta experiencia, y qué te gustaría que el público sintiera al ver tu trabajo de esta expedición?
Me llevo, como casi siempre, conocimiento, experiencias, comidas compartidas, risas, amigos y conexiones que, quién sabe, tal vez abran el camino para nuevas aventuras, en Los Andes o en cualquier otro rincón del mundo. Pero también me llevo algo más difícil de poner en palabras: la sensación de haber formado parte —aunque sea un instante— de una historia que viene de muy lejos y que todavía está viva.
Lo que me gustaría que el público sintiera al ver mi trabajo es curiosidad, respeto y un poco de asombro. Que comprendan que no fuimos allí a buscar ruinas, sino a escuchar lo que el territorio tiene que decir. Que vean en esas imágenes no solo piedras o paisajes remotos, sino personas reales, ciencia en acción, y una memoria que aún está en disputa. Y que, ojalá, les entren ganas de saber más, de cuidar más, de mirar más de cerca lo que muchas veces se da por perdido.