FIESTA: Fotografías de Manuel Ruiz Toribio

 

A pólvora, incienso, orín y flores. A fragancias frescas o añejas y a rostros recién afeitados. A sangre, vino sudado, nubes de azúcar mullido, encurtidos y churros. A noches de sardinas y chorizos plancha. Así huelen las fiestas, cada una con un olor que se adelanta al resto, pero que logra mezclarse con los demás al final del espectáculo.

Las fiestas son días especiales que nos sacan de la cotidianidad de las labores diarias, un estallido, a veces catártico, que vence la vergüenza y el pudor. Un rompimiento que nos aleja de la soledad. Las fiestas son parte esencial de la vida.

Al principio fue el sol, el agua o el fuego, elementos naturales que el humano veneró antes que las religiones colaran a sus ídolos y tergiversaran el sentido original de cada celebración. La escenificación de la muerte y la tortura sustituyó al placer carnal en plena primavera, el agradecimiento a la generosa lluvia que hizo crecer las cosechas se cambió por el fervor, y por el pago, a las benefactoras imágenes que curaban cuerpo y alma, y la ostentación pública de la “fe verdadera” llenó de chillidos los inviernos mientras se degollaban cerdos que llenaban las despensas cristianas y avisaban, como sirenas amenazantes, a sus vecinos infieles que rehusaban las viandas prohibidas que dictaba, cómo no, su libro sagrado.

Pero “la fiesta va por dentro” se dijo siempre, y saltarse imposiciones de un poder tan poco divertido ha sido una constante fiestera tan antigua como necesaria.

Raro es el que no festeja nada al cabo del año. Raros son los que no se divierten, se conmueven, se castigan o se emocionan ante lo que admiran o aman. Escasos son los que no se paran en la calle a escuchar el sonido armonioso de las bandas o el tosco tambor y la irritante corneta, pareja heredera de ejércitos en desuso.

La provincia de Ciudad Real cuenta con un repertorio festivo que va desde lo sagrado a lo mundano. Pequeñas fiestas que sobreviven al paso del tiempo y días sin rojo en los calendarios conforman un patrimonio inmaterial de siglos o improvisadas descargas con pocos años de vida. Tanto unas como otras pueden echarse a perder el día menos pensado por culpa de los desatinados programas turísticos, que convierten en productos vendibles la genuina cultura popular y reducen a monos de feria a sus paisanos.

Hagamos un parón de vez en cuando en nuestras tareas y vayamos en busca del sonido de los cohetes, de los cánticos desafinados, del jolgorio y los rezos colectivos. Conozcamos nuestro pasado a través de las fiestas que nos dejaron e inventémonos un presente fiestero que nos siga sacando del hastío. Cualquier día puede ser fiesta, nuestra fiesta. No dejemos que nos las impongan.

 

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