Ausangate, el Retorno a la Montaña Sagrada

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Ricardo Carrasco

Caminamos entre grandes montañas, un paisaje aparentemente agreste pero rebosante de vida y detalles que van apareciendo a medida que se avanza; grandes lagunas de azul turquesa, esmeralda y palestras rocosas enormes que se alzan desde lo profundo de la tierra, como descomunales uñas que trataran de rasgar el cielo con sus cimas de hielo, flautas y merengues descolgándose al abismo. Acompañándoles, moles de hielo eterno, macizos que sobrepasan los 6.000 metros de altura y que corresponden a una de las cordilleras más imponentes del planeta. El lugar, la cadena montañosa de Vilcanota, donde Ausangate y Cayangate, dos Apus sagrados o montañas ancestrales del Perú, rigen la vida del hombre andino.

Romario Huamán Quispe es el típico joven de los altos Andes peruanos. De mirada limpia y transparente sabe preparar el fuego cálido con coirón y guano cuando cae la fría tarde, cocinar meriendas diversas y también a sus escasos dieciocho años, ya sabe que para sobrevivir en condiciones tan agrestes, soportando temperaturas menores a los -20º C en la época fría, hay que respetar los ciclos de la naturaleza y cuidar como oro lo más preciado del hombre andino, el rebaño de animales.

Lo corrales de piedra son usados ancestralmente y protegen al ganado del viento helado y la polvareda, así como de los pumas que en ocasiones merodean por los faldeos. © Ricardo Carrasco

Sentado en cuclillas y con las manos estiradas hacia el fogón, miro absorto el interior de la rústica casa de Romario. Con pequeñas ventanitas como escotillas y con innumerables recortes de periódicos y revistas como recubrimiento en las paredes, la habitación principal hecha de piedras, barro y yeso, alberga en su interior algunos rudimentos de cocina, cuerdas artesanales y una mesa tallada de una gran piedra traída de los alrededores. Al fondo, una pequeña puerta por la que es necesario agacharse da la entrada a una cálida habitación, donde se duerme no en camas, sino en un relieve del suelo que se cubre con muchos cueros de ovejas y llamas. Aunque afuera el sol brilla, las casas de los altos Andes son oscuras, la única luz que domina es la de la cocina y la de lámparas de aceite. La techumbre de coirón entretejido ha absorbido años de humaredas e historias junto al fuego y ya sólo deja ver algunas cebollas colgando o artesanía olvidada.

La madre de Romario, de rodillas al igual que yo, pica papas y prepara en forma mecánica los alimentos para la familia Huamán Quispe. Habla, como la gran mayoría de las personas de edad del altiplano, únicamente quechua y sólo puedo entender sus gestos. La luz de la fogata ilumina su rostro ajado, el que se confunde con las paredes. Mientras, un pequeño y juguetón cuye descansa su peluda cabeza en mi rodilla, algunos pasan corriendo entre las ollas sin saber que se convertirán en el almuerzo. El joven riéndose dice, “éstas son las mascotas de la casa, las traemos desde el poblado de Tinqui, y aquí se crían bien, hasta que están bien para la olla, son mejores que el conejo”. Aún no aclara y decidimos tomarnos un mate de hojas de coca, para evitar el mal de altura y esperar el amanecer.

Los pocos niños que se han quedado a vivir con sus padres en la localidad de Pacchanta se dedican al pastoreo desde temprano, o al aprendizaje lento y duradero de las labores en la montaña. © Ricardo Carrasco

Comenzamos nuestra jornada hacia comercocha o laguna verde, una de las tantas maravillas de esta desconocida ruta. Deberíamos llegar a ella después de cuatro o cinco horas de marcha, pero todo dependerá del estado del sendero. “El año pasado hubo derrumbes y se cortaron varias sendas” dice mi guía Romario mientras amarra la carga a uno de sus mulos, “ y a veces las bestias se asustan de no ver el camino y se regresan a la casa, dejando las cosas tiradas por el monte”.

Mientras, un grupo de alpacas sale lentamente de su corral, donde han pasado la noche y el gélido viento les ha congelado la lana del lomo, dándoles un aspecto divertido.

El adobe, la cal, la paja extraída de los bofedales y la lana de los camélidos son parte de la materialidad del hombre andino. © Ricardo Carrasco

Con las manos rodeando el mate para desentumecerlas, observo semejante paisaje, ¡qué calmo y qué armónico!. El silencio andino congela mis oídos, el cielo cristalino permite distinguir una luna creciente aun con los primeros rayos del sol. Tras este panorama, el macizo Ausangate, de 6.385 msnm corta el cielo en dos, penetrando como un gigantesco y filoso diamante sobre el firmamento. Los ojos se rehúsan a entender semejante maraña de hielos petrificados y transparentes que se descuelgan en glaciares y avalanchas como estalactitas desde el mismo borde del paraíso. Aunque para Romario Huamán este espectáculo es familiar, no deja de repetirme lo hermoso que es para él, toma un sorbo de mate y mirando con sus ojos brillantes lo alto de la montaña me dice, “ésta es la montaña más linda del mundo, aquí tenemos todo, comida, terrenos para pastoreo y Ausangate que nos cuida”. Me impresionan sus palabras, ya que sin duda no necesita conocer otro lugar en el mundo para ser tan feliz.

La vida en las alturas transcurre lenta e inexorablemente. En las pasturas, los habitantes de la localidad de Pacchanta salen desde sus chozas a cumplir con sus labores diarias. Se nutren principalmente de las alpacas, que les proporcionan carne, cuero, guano como combustible y lana, con la que fabrican gran parte de su colorida vestimenta y cuerdas para los arreos. Tampoco pueden faltar una pareja de mulos para cargarlos con sacos de víveres o transportar alimento para los animales. Las familias de Pacchanta además tienen afluentes de aguas termales, donde han construido una gran piscina para bañarse y que comparten todos sus habitantes. La papa es preparada casi a diario, ya sea en sopas o guisos, o con cáscara y deshidratadas, lo que llaman “papa fría”. Romario se explaya, “disponemos en el suelo una capa de pasto seco y encima, los tubérculos para que con la llegada de las heladas nocturnas pierdan el agua, quedando harinosas y duraderas” mientras me habla, se cala su sombrero que él mismo ha hecho de mostacillas y lana de alpaca, a la antigua usanza. Romario me arranca de mi contemplación y trae a Villafuerte, uno de sus mulos, para iniciar el viaje y no perder más tiempo. Por delante hay que recorrer una serie de lagunas, llegar hasta la base de un enorme glaciar y visitar una mina de yeso que usan los locales para obtener materia prima para pintar sus casas siempre blancas.

Romario Huamán Quispe, con el peso de sus ancestros sobre sus hombros se siente orgulloso usando la vestimenta tradicional. © Ricardo Carrasco

A medida que ascendemos por un cañadón rocoso cubierto de pastos achaparrados van apareciendo numerosos rebaños de alpacas. Las hembras, acompañadas de sus curiosas crías, salen a recibirnos. Adaptadas a una alimentación de CAPTION MAGAZINE bofedal -lugar húmedo- en el Perú hay más de tres millones de estos rumiantes, la mayor población en Sudamérica ya que se desarrollan muy bien entre los 3.000 a 4.800 metros de altura. También aparecen las infaltables vizcachas, las que paradas en lo alto de las rocas observan nuestro tranquilo avance. Aunque la avifauna del lugar es escasa, es imponente; águilas, aguiluchos y rapaces menores como el tiuque son los reyes del aire; pero, sobre ellos, domina las alturas el cóndor. Además es posible ver guayatas, patos silvestres, quilinchas y algamares, estos últimos similares en su silueta, a un ibis.

Estamos a mediados de junio, la época de buen tiempo en el altiplano. La presencia del cruel invierno boliviano se hace sentir desde noviembre a marzo, donde las lluvias provocan derrumbes y crecidas tremendas en los ríos. Sin embargo, algunas lagunas hasta bien entrada la tarde conservan una gruesa capa de hielo que las petrifica como espejos gigantes. Villafuerte es un gran mulo, pero después de varias horas de estar sobre su lomo es necesario detenerse y recuperar energías. Hemos llegado a la gran comercocha o laguna verde, la que es abrazada por el nevado cayangate, nutriéndola de su hermoso paisaje y de aguas de sus deshielos. Mi guía andino abre una pequeña bolsa de cuero de hígado donde porta los alimentos adecuados para una merienda de altura; frutas deshidratadas, maíz tostado, papa fría, mucho té y unos trozos de cuye cocido son obligados para una jornada por las montañas. Me comenta, mientras masticamos nuestras raciones, que sus antepasados incaicos lograron llevar desde estos apus o nevados sagrados el agua hasta el mismo Cuzco, distante del lugar unos 160 kilómetros al oeste para los baños reales de Sacsayhuaman. El terreno casi impermeable impidió que el agua que escurría entre las canaletas de piedra fuera absorbida en su largo recorrido. La pregunta es, ¿cómo calcularon la pequeña pendiente?. Sin duda, otra de las sorprendentes hazañas de la cultura incaica.

La pequeña silueta de una niña asomó por el flanco de la puerta temprano en la mañana, mirando el gran panorama y pensando, tal vez, en la dura jornada por venir. © Ricardo Carrasco

Continuamos nuestra travesía a través de cañones erosionados por la presencia de antiguos glaciares que rasparon la piedra. De pronto, entre las patas de Villafuerte cruzan cuncunas naranjas que se dirigen cerro abajo. Resulta curioso, han aparecido de la nada y de pronto todo está invadido por estos invertebrados y muchas son arrastradas por los esteros. Romario me comenta que con la llegada de las lluvias se puebla el lugar de flores y mariposas.

Morrenas de acarreos interminables, quebradas inexpugnables y un terreno rocoso agreste y filoso, es lo que encuentra el visitante. © Ricardo Carrasco

Lentamente los trancos de los mulos se van tragando el paisaje y visitamos Morococha, donde alguna vez, según el guía, cayó un gigantesco meteorito para darle vida. Yanacocha, la pequeña de aguas translúcidas y donde abundan infinidad de renacuajos. Seguidamente Alcacocha, una extraña y alargada laguna de tres colores, donde Romario decide que es óptimo armar campamento. Fatigados, esperamos la llegada de la noche que se deja caer como una gran manta oscura. En pleno sueño, nos despierta un ruido sordo y una extraña vibración en el terreno, me siento automáticamente sobre mi bolsa de dormir y asustado, abandono la tienda. Romario me tranquiliza explicándome que son las avalanchas del Ausangate y que de lo único que debemos preocuparnos es de calmar a los animales, los que han arrancado de regreso a casa. La situación es delicada y tenemos que correr por más de dos horas para poder atraparlos en la oscuridad de la noche.

Al despuntar el alba, nos encontramos nuevamente en el campamento y continuamos con la jornada para cruzarnos en las inmediaciones de pachas, o lugar del yeso, con Clarimir, un tío lejano de mi guía que vive a los pies de sibinacocha, una gigantesca fosa lacustre de altura. Nos detenemos a conversar con él en una parada obligada donde intercambiamos, como costumbre andina, algunas provisiones y anécdotas. De frente amplia y cuajada por el sol, Clarimir apenas balbucea algunas palabras en español. Me explica entre gestos y señas que se dirige a Pacchanta, donde encontrará forraje, ya que los alimentos han escaseado en su casa, en la zona de la alta puna. Por sus animales, puedo entender la gravedad de sus palabras, los que con sus costillas clavadas al espinazo, se alejan raudos montaña abajo, como si supieran que en la planicie los espera su merecida recompensa.

En la localidad de Pacchanta, las tierras de Romario Huamán Quispe, las construcciones cobijan a la familia, la que en sus ratos de ocio se dedica a componer canciones andinas con quenas y tambores, lo que embellece aun más el lugar. © Ricardo Carrasco

Proseguimos hacia Ocacocha y Uturungo, esta última la menor de las lagunas pero no por eso menos bella. Ahí numerosos rebaños aprovechan para ramonear la escasa vegetación. Atrás queda también Azulcocha o laguna azul, la que presenta una gruesa capa de hielo reflejando las montañas. Mi guía no se detiene y noto en su rostro una cierta expresión de pesar. “Esa es la más peligrosa” –dice Romario- “tiempo atrás perdimos veinte alpacas porque sin saber, y buscando qué comer se pusieron a caminar sobre Azulcocha, las encontramos una vez que se derritió el hielo”; esto significó una gran pérdida y años de trabajo, un episodio que Romario y su familia desean olvidar.

Son muchas las lagunas de altura, y en ellas se dice que hay escondidos tesoros de la época Inca, tal vez. Lo que sí es un hecho, es que desde estas lagunas los Incas condujeron el agua hasta la ciudad del Cusco, una verdadera hazaña ingenieril de la época. © Ricardo Carrasco

Finalmente llegamos a la última de las lagunas del recorrido, Queluacocha. Estamos todos exhaustos y debemos rápidamente ubicar un pequeño rebaño de alpacas que se debe arrear y cuidar durante la noche. Años atrás, me comenta, los robos de animales eran frecuentes, pero con el fuerte aumento de destacamentos policiales en las zonas altiplánicas y la disminución del terrorismo el problema para ellos ya casi no existe, pudiendo dejar pastar grandes rebaños preocupándose sólo de guiarles a zonas de bofedal.

La tarde cae y el majestuoso Ausangate se muestra rojizo y vaporoso. Nos acercamos al último corral de la familia Huamán, donde como es costumbre, hay una pequeña habitación construida de piedras mezcladas con barro y cubierta de pajonal extraído desde las mismas lagunas. Disponer de una cocina es algo obligado en estas avanzadas y es básicamente una cavidad de barro con dos orificios en donde se disponen las ollas y una entrada lateral para proporcionar el guano de alpaca, que arde increíblemente. Para dormir se disponen cueros de oveja en el piso, que resultan ser un excelente aislante del suelo, muchas veces cubierto por una capa de hielo. La pequeña habitación tiene un orificio en el techo, dispuesto ahí para que salga el humo, pero también útil para ver las estrellas y soñar con las maravillas que traerá el próximo día.

Nada más asombroso que lejos del turismo y las expectativas que este genera, encontrar a esta bella mujer hilando un colorido cinturón con el gran Ausangate, su Apu sagrado al fondo. © Ricardo Carrasco

Biografía:
Ricardo Carrasco es un fotógrafo & autor dedicado a documentar temas relacionados con la naturaleza, los viajes y los pueblos ancestrales. Sus artículos se han publicado en: National Geographic Magazine, Traveller (Ukla), Navigator Magazine, GEO, The New York Times, Americas Magazine (OEA) entre otras.

Ha expuesto en China y Chile y ahora gestiona su banco de imágenes con miles de transparencias y digitales. Trabaja en la actualidad en su libro Isolated World, que en su primera versión será sobre Chile y luego sobre México, Perú, Bolivia, Brasil, Argentina, Canadá y otros lugares que ha visitado.


Equipo Fotográfico:
– Cámara: Nikon FM2
– Lentes: Nikon 28mm f2.8 Serie E, Nikon 70-210 f4-5.6 AIS
– Película Fujifilm Velvia 50 forzada a 100

Sitio Web:
rcsphoto.net

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© 2019 Caption Magazine. ISSN 0716-0879